"El abecé de la ilustración"
por Laura
Isola
Perfíl edición impresa,
domingo 15 de septiembre del 2015
La muestra “Abecedario a mano”, de Isol, se
presenta como un ejercicio de extrañamiento que recuerda que el trabajo de
plasmar letras sobre el papel tiene mucho de trazo y sobre todo de dibujo: un
arte plástico que se desborda en el infinito del soporte que lo contiene.
Si se pide a una persona corriente que defina la
escritura, es casi seguro que dará la siguiente contestación: “Eso es la cosa
más fácil del mundo. Todos los niños saben que la escritura es parte de la
educación elemental y que la expresión ABC indica los rudimentos más sencillos
de cualquier materia de nuestro conocimiento. El problema, sin embargo, no es
tan sencillo”. Esto lo escribe Ignace Gelb en un libro complejo y fascinante
que se titula Historia de la escritura. Allí, entre otras cosas, describe el
proceso de aprendizaje del hombre para comunicar sus pensamientos y
sentimientos mediante signos visibles, pero que también fueran comprensibles
para otras personas. Porque la relación entre la escritura y la lengua fue muy
vaga en los primeros estadios. Hasta que la “fonetización” de una etapa
posterior fue acercándose y correspondiéndose a una forma más exacta de
categorías de habla. La escritura, por fin, se convirtió en un instrumento del
lenguaje, “un vehículo por el que las formas exactas de lenguaje podían ser
fijadas de manera permanente”. Es casi una experiencia fantástica, casi al
límite de lo pensable, imaginar ese mundo casi sin reglas de escritura. O con
una escritura independiente de la expresión de las ideas. Una escritura
emancipada. Soberana de sus propias letras. Hasta que llegó el alfabeto que,
según lo define el historiador y egiptólogo polaco, es el sistema de signos que
expresan sonidos individuales del habla y el primero que merece ser llamado de
este modo es el griego. El último, en una línea sucesoria, no sólo de la
historia de la escritura sino también del arte es el de Isol. Por un lado,
Abecedario a mano es un ejercicio de ostranenie. Ese extrañamiento tan precioso
que nos enseño el formalismo ruso para volver desconocido aquello tan familiar
y cercano. Las letras son dibujos y también, su valor en el sistema que forman.
Para ello, en cada cuadro se arma una tríada de belleza e ingenio: las letras
dibujadas, en sus formas mayúsculas y minúsculas en imprenta y manuscrita, se
corresponden con una palabra y una imagen. Por el otro, las relaciones son
inesperadas y certeras. Deudoras de esos comienzos que se señalaban, cuando la
escritura poco tenía que ver con su representación del habla, el abecedario de
Isol escribe palabras que empiezan con esas letras y que se asocian en su
imaginación plena y desbordante de sentidos. La hache lleva por leyenda “Está
bien, no me hables”, donde la letra muda vale doble: en el verbo y el silencio
que implica la sentencia. Y pasa con muchas otras que juegan con lo múltiple y
lo diverso; con un azar controlado que establece conexiones luminosas y realza
las imágenes. Son collages y ahí hay otro indicio: en el superposición y el
encastre de los materiales, también, hay una clave. No sólo el procedimiento
sino la premisa de dibujar palabras y escribir dibujos. Sin repetir y sin
soplar. Levantando un viento fresco que haga circular las letras para
mezclarlas un poco. Como en una calesita o una hamaca. Ese balanceo que luego
se transforma en canto y poesía que sirve para memorizar el alfabeto. La
ilustradora Marisol Misenta puso toda su creatividad en volver a nombrar uno de
los inventos más increíbles del hombre. Esa economía perfecta de un número muy
restringido de signos para tener las infinitas posibilidades de combinación de
palabras es, en los collages de esta artista ganadora del gran premio Astrid
Lindgren, un deletrear y dar de nuevo.