07/10 perfil, por Daniel Molina

Diego Bianchi en Galería Mar Dulce
por Daniel Molina
(Cultura, Diario Perfil, 18.07.10)

A los cinco años, todos somos artistas. A los doce, algunos siguen teniendo esa mirada capaz de transformar el mundo en poesía, pero ya sus compañeros los miran con desconfianza. Casi nadie llega a los veinticinco sin haberse convertido en ese animal cabizbajo que tira ciegamente del carro que va camino del cementerio. A pesar de tener bastante más de veinticinco, Bianki (La Plata, 1963) sigue mirando el mundo con sus ojos de niño alucinado.

La obra de Bianki pone en escena una sensibilidad que, por comodidad, describiremos como “infantil”. Es un dios benévolo que ama cada detalle del mundo: jamás discrimina. Todo lo que existe le parece bueno. En cada cosa descubre su costado espléndido. Ve un trozo de basura y lo transforma en una alhaja. Encuentra un sobrecito de café tirado y con él dibuja un mundo en el que vive un pequeño personaje, que –de alguna extraña manera- nos refleja, nos interpela y nos emociona. Toma una etiqueta y la interviene: ahora es el pasaporte a la alegría.

En la muestra Candombe Lubolo, Bianki presenta una serie de obras que son el fruto de un intenso trabajo de investigación en torno a la música negra del Río de la Plata. Desde hace años (casi desde que se mudó a Colonia, Uruguay) se interesa por las comparsas de candombe. Las sigue en las llamadas, va a sus ensayos, participa de la vida interna de las comunidades que se forman en torno a ellas, hasta el punto de haberse integrado plenamente a ese universo como un intérprete musical más: aporrea un tambor chico en las cálidas noches de carnaval.

La palabra “candombe” refiere a una ceremonia afro-rioplatense que existe desde la época colonial. Deriva, según el diccionario de Néstor Ortiz Oderigo, del adjetivo kimbundú ndombe, que significá “negro”. Candombe es “propio de los negros” o “perteneciente a los negros”. El ritmo es interpretado en forma de danza y acompañado por tres membranófonos de diferentes tamaños: chico –el que ejecuta Bianki-, repique y piano. Ya Vicente Rossi –el primer historiador del tango, admirado y muy citado por Borges- dice que el término “lubolo” se usa para designar a los blancos que integran las comparsas, que se pintan de negro las partes visibles del cuerpo (cara, cuello, pantorillas). La primera comparsa lubola fue fundada en Montevideo por dos argentinos y se llamó “Negros lubolos”. Bianki es un lubolo que tiene el alma negra aunque la piel se vea un poco más clara.

A través de cuadros, serigrafías, objetos e intervenciones sobre todo tipo de materiales (desde papel hasta parches de tambores), Bianki dibuja. Aunque pinte o construya una máscara, lo suyo es el dibujo: ese arte esencial adquiere en sus manos una densidad poética extrema. Bianki es un maestro del dibujo: sus obras son el fruto de una enorme condensación mental y de una mirada tan aguda como sutil. Es capaz de transformar una mancha en un mundo más interesante que el que surgió del Big Bang.

Si bien en esta muestra hay un cuadro de grandes dimensiones, lo propio de la obra de Bianki es el pequeño formato, incluso lo ínfimo. Uno imagina que va a terminar dibujando un amplio paisaje sobre la superficie mínima de un grano de arroz. Esa apuesta a lo pequeño no es casual: hay una relación esencial entre su mirada, enternecida ante los objetos, y el tamaño escaso en el que se desarrolla su épica sin héroes. La suya es una mirada inaugural: pareciera estar mirando las cosas por primera vez. Sus dibujos remiten a un pasado que tal vez no existió pero que recordamos con emoción. Se trata del momento en el que las cosas todavía no se corrompieron: se encuentran en un extraño estado de gracia. Cuando la vida, aun en estado larval, parecía tener sentido.

A través de sus dibujos, Bianki nos regresa al momento glorioso en que el teníamos cinco años: esa época en la que todos fuimos artistas.